jueves, 15 de octubre de 2009

LA ESPERA

El móvil sonó sobre las 8:30, era el amigo que mató a Goliat , compañero de fatigas, para ver si me apuntaba a quemar calorías, yo, que había andado apresurado toda la tarde, quedaba, lo que éstos años pasados se había podido denominar “ negocio”, para última hora, le respondí que no podía y le di las gracias por llamar y acordarse de mí, en definitiva, mis proyectos para hoy eran otros, tenía la mente a diez kilómetros de donde estaba sucediendo todo. Mientras confeccionaba el albarán de entrega levantaba una y otra vez la cabeza mirando hacia exterior de la comercial y observaba como anochecía a marchas forzadas, había calculado mal el tiempo una vez más, y como cualquier época es buena para hacer penitencia, lo más probable sería que ésta tarde le diera un ayuno al equino luso. Recorrí los 13, entregué y cumplí mi cometido, ya de vuelta para atrás me fui comiendo la cena en el coche, no tenía tiempo que perder.
       La tarde estaba apocalíptica, el bochorno era la tónica general de los últimos seis días, ello había derivado en la formación de una serie de tormentas que no acababan de cuajar, ni llovía ni paraba el calor, en el horizonte el clásico color rojizo, lejano que presagiaba la posibles descargas aquí y/o allá, empezaba a pensar que podía ser una espera difícil, sin duda y no sería la primera que me cae la lluvidiza encima.
Archiperres y bártulos al Opel veinteañero, me dispuse a salir, la caída de San Migueleñas o también llamadas “ melosas ” podía, a mi parecer, dificultar la entrada del espantamirlas en la charca, por el contrario no me cabía la menor duda de que un cuerpo, en reposo, durante todo un día de vástago calor, en un encame a mas de 34 grados generaría una sequedad y una deshidratación capaz de hacer acudir al más grande suino de la noche a refrescarse a y a beber y esa, y no otra, era la baza que yo debía jugar. En la suerte de la noche se debían dar una serie de circunstancias, y si todas ellas fuesen favorables, alomejor se podría conseguir el objetivo, abatir al chotacabras, al que juega en casa, a la sombra cerdada . Visto y no visto estaba atravesando la canadiense , el maldito estruendo al pasar el coche, quizás advirtiera a los señores de la noche mi presencia y, pensando el porqué no le pondrían un silenciador a las rejas , intenté descubrir un refugio para el carro en una situación no muy visible ni lejana, por si pasaba lo mejor, no tener que hacer mucho recorrido para buscarlo. L a noche se iba cerrando cada vez más, las nubes allá en el horizonte al frente dificultarían la aparición de mi aliada, que ya en cuarto menguante, asomaría por el este bastante tarde.
                 Dispuesto salté la valla metálica con todo encima y me dispuse a apartar la horasca seca del suelo, cualquier ruido podía ser el aliado de la huída del espantamirlas , y a colocar el trípode de madera en donde pasaría el tiempo más tieso que un ajo, el sitio lo había previsto ya en tardes anteriores, para mí, era el mejor pero todo dependería del aire, el cual ya había comprobado varias veces antes de sentarme, era lo más importante sin duda, enfrente tenía la charca, solo me separaba de ella el camino, que pasaba justo por delante, y las dos vallas metálicas, el propio desnivel del terreno me permitía ver por encima de las dos el reflejo de la poca luz que quedaba, alomejor era el equinoccio de septiembre, no lo creo. Todo dispuesto, arma cargada, me dispuse a coger posición en el asiento, a veces, me había pasado que una vez sentado, al rato, había tenido que variar mi posición debido a la molestia de permanecer tanto rato en la misma y ello había derivado en ruidos inoportunos que podrían haber espantado al salvaje.
Este era un puesto de campeonato, mi posición hacia el este, y a las doce en punto desde la misma, me permitía ver una ondulación al fondo de la silueta que se marcaba en el horizonte y ciertas luces muy lejanas y dispersas de cortijos en donde todavía hoy vivía gente, también escuchaba, en la lejanía, como pasaba algún coche que otro hacia el pueblo vecino, pasados 20 minutos y en el más absoluto silencio y oscuridad empecé a escuchar los clásicos ruidos nocturnos del campo, grillos, cárabos, y toda clase de semejantes que aparecen trillando el pasto y haciendo la ronda en busca, quien sabe, la mayoría de caza-alimento, el resto, imagino que compañía, así permanecí por lo menos 40 minutos, es el clásico momento en que todo te parece el jabato, cualquier sombra, arbusto o piedra más o menos del mismo tamaño que él, te acaba pareciéndolo, incluso si te quedas mirando fijamente parece que se mueven en la oscuridad. La charca estaba plagada de ranas, que estaban por lo menos con una de los chichos, llevaba allí aproximadamente una hora y cuarto cuando de pronto las ranas hicieron un alto, todo se quedó en el más absoluto silencio, quizás habían dado la voz de alarma, podía estar, allí pero yo no veía nada, las únicas nubes que quedaban en el cielo estaban tapando al poco “ Satélite rey “ que ya despuntaba algo parecido a un halo. 10, 15, 20 minutos , y… nada, ni un solo ruido, de pronto, el mastín de la socia número 75 comenzó a ladrar, podía haberse venteado algo, pero estaba demasiado lejos, era imposible, momentos después comenzaron a sonar los campanillos de las cabras y ovejas que estaban echadas al fondo de la cerca sobre abajo, quizás a unos 600 metros sobre mi derecha y a balar algunas de ellas, no había duda, podía ser él. Yo siempre había pensado que los violines, mosquitos y todas sus familias no volaban las noches de tormenta, pero hoy estaba descubriendo que no, y sobre todo, cuando de veras iba a descubrirlo era seguramente mañana.
              Pasado un tiempo y hacia las 11 y cuarenta de la noche empecé a desistir sobre la posibilidad de que pudiera ser el guarro el que había provocado todo ello, para mi juicio había pasado demasiado tiempo como para que estuviera aún en la penumbra sin haber logrado alcanzar la altura de la charca para darse el chapuzón y aseo diario, y comencé a pensar en las cosas normales del día, las de Freud, las que se te vienen a la cabeza sin querer y de diferentes motivos y personas y fue ahí, en ese momento cuando ocurrió todo, el suino, con la paciencia del santo Job había permanecido más de una hora y cuarto tapado por la noche en la parte de abajo de la charca, detrás del terraplén que sostiene el agua, lugar que me era imposible vislumbrar desde mi posición, desconfiado e inmóvil y cargándose de aires que una vez más le habían hecho ganar la partida, en ese instante y en décimas de segundo lo oí dar un bufido, arrancar como un demonio y atravesar por el único ángulo a mi derecha que se veía en la cara posterior de la charcha, hacia la valla que rodea la misma y que estando rota por el ganado, y sin elegir el sitio, pasar por debajo agrupado como una pelota negra. No me había dado tregua, sabía lo que se jugaba, me había demostrado una vez más que era su terreno, quizás fuese un pulso injusto, sin embargo no había sido para mí una mala noche, al contrario, permanecí sin moverme, sólo escuchando los latidos del corazón a cien mil por hora y como los de un bombo y lo seguí escuchando rompiendo monte hasta que lo perdí en la lejanía. Aguanté allí durante 20 minutos más y luego me dispuse a abandonar el puesto, dejándolo todo tal y como me lo encontré, recogí todo, y me dirigí al coche que lo tenía colocado tras un pequeño cancho, de camino a casa no dejaba de acordarme del lance, había sido otro de tantos, de tantos aquellos en los que la naturaleza se impone por encima de todo, de tantos en los que la audacia y tesón del campo gana la partida. Un saludo.